En la primavera del 18 llegué a Buenos Aires. Iba a dar una conferencia en Puerto Madero. Caminar por una ciudad tan bella como Buenos Aires es siempre un placer. Aproveché para ver las tiendas de aquella ciudad. Deformación profesional. Solo he visto ese tipo de creatividad tan sorprendente y autóctona en las decoraciones de las tiendas en 4 ciudades: Toronto, Bali, Auckland y Hanoi. Pero si hay algo memorable en Buenos Aires son sus librerías. Aquella ciudad tenía casi 750 librerías. Era la mayor concentración de librerías del mundo. Y yo amaba las librerías. Caminé por la avenida Corrientes. Vi diminutas librerías, donde los libreros afirmaban tener libros olvidados y que solo podías encontrar ahí, pequeños tesoros descatalogados. Siempre me parecieron fascinantes las librerias de 40 m2, asfixiadas de libros, y aquella ciudad era la ciudad de las librerías magníficamente diminutas. Pero también me topé, en el barrio de Recoleta, con la que sería por el resto de mi vida, la librería mas hermosa del mundo. En un segundo la elevé a lo más alto de mi podium.

Entré en el Ateneo Grand Splendid y una bomba nuclear me estalló dentró. Recuerdo que me sentí pequeño, observando aquella cúpula de 1919 realizada por Nazareno Orlandi, una suerte de capilla Sixtina del retail. Y las marquesinas que sostenían balcones de granito gris, y 2.000 m2 donde habitaban 250 mil libros. Una suerte de Atlántida de los libros. Y entre los libros, los vagubundos de los libros, gente que deambulaba dejando pasar las horas pasar mientras buscaban pequeños tesoros. Y al fondo la cafería porteña, donde los vagabundos cansados bebían capuchinos. Meses después, leí que The Guardian la había declarado la segunda librería más bonita del mundo.

No quise seguir leyendo.

Nadie podía quitar al Ateneo de lo más alto de mi pódium.