Cuando era pequeño, mi madre me llevaba a una tienda del centro de Madrid a comprar zapatos. En la fachada había un cartel que ponía: NO COMPRE AQUÍ, VENDEMOS MUY CARO. Y sin embargo, aquella tienda estaba perpetuamente llena de gente. Incluso recuerdo que había colas para entrar.
Siempre he creído que nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz. Por eso me gusta reunirme con mis recuerdos de vez en cuando. Abandonarme y regresar a lo que fui. Uno nunca olvida la casa en la que creció, los sabores de las comidas en la infancia, los apellidos de tus compañeros de pupitre, el olor de la plastilina, y la colonia que usaba tu madre. Hay cosas que vienen para quedarse, que le habitan a uno ya para siempre por dentro.
Por alguna razón he olvidado todas las tiendas de mi infancia, menos aquélla. Se trataba de una zapatería. Tenía un nombre belicoso: Los Guerrilleros. Yo era un niño, y de una forma rilkeniana por entonces mi verdadera patria era mi infancia. Dentro de mi, todas las verdades absolutas tenían grietas: demasiada información, demasiadas dudas. Los niños suelen observar más de piel para dentro que de piel para fuera. Por eso no entendía aquel anuncio. Les estaban diciendo que no entraran a comprar y sin embargo la gente no dejaba de entrar. No entendía nada. Y además, dentro de la tienda, a mis ojos no había nada especialmente hipnótico: muchos zapatos, uno encima de otro, dependientes sorteando a la gente, y carteles de precios por todos los lados.
No sé por qué, nunca le pregunté a mi madre la razón por la cual entraba tanta gente en aquella tienda. Supongo que tenía miedo de que me tomara por tonto. Miedo de que todos me tomaran por tonto. Tampoco lo hablé nunca con mis amigos, ni con nadie. Había algo enigmático en aquello. Como una especie de secreto colectivo que yo no alcanzaba a entender.
Aquel sitio era un sitio barato, muy barato, pero había muchas tiendas baratas en mi ciudad. La diferencia es que la gente pensaba que en aquella zapatería eran tan honestos que eran capaces de retarles. Fueron pioneros y originales. Yo no soy un psicólogo social, ni un guru del markéting, y seguramente me dirán que se trata de un caso obvio de psicología inversa: dígale que no haga algo para que precisamente lo haga. Pero en las tiendas de mi infancia jamás vi un cartel como aquél.
Luego sucedió lo que siempre acaba sucediendo, de la misma forma que huyeron los mitos y los reyes magos de mi vida, ocurrió que un día comprendí por mí solo las razones por las cuales entraba tanta gente a aquella tienda. Entendí que había detrás de ese cartel. Se trataba de honestidad. Se trataba de rebeldía. Se trataba de sentido del humor. Se trataba de originalidad.
Hoy en día, por mi profesión de consultor y analista del retail, suelo visitar muchísimas tiendas de muchas ciudades y países. Como supondrán hay de todo, muchas que me gustan y muchas que no me gustan, pero en muy pocas, tengo esa sensación de que, por alguna razón, me acompañarán el resto de mi vida.
Yo tuve el defecto de crecer, y el destino quiso que mi vida tuviera que ver con las tiendas, con el comercio minorista. Llegó internet, el euro, la economía colaborativa, las fabricas de zapatos en el sur de China, la bonanza y la crisis. Y un día, paseando por Madrid, sucedió que aquella tienda ya no estaba ahí. Recuerdo que iba con alguien que fue importante para mí, y no la dije nada. Pero me puse triste. Supongo que no tenían derecho a cerrar aquel extraño icono de mi infancia.
Hoy ando por las calles de cualquier ciudad y me paro en los escaparates de las tiendas, observo sus fachadas, sus carteles, y en muchas ocasiones veo un festival de precios menguantes, descuentos falsos o no tan verdaderos, maniquíes sin alma. Siento que hay grietas en los cordones umbilicales que deben unir a los paseantes y los comerciantes. En este calendario de 365 días de rebajas de navidad, de postnavidad, de día de San Valentín, de día de la Madre, de día del padre, de Semana Santa, de verano, de postverano, de black friday … Intuyo que hay una sensación grupal de desconfianza ante tanto mensaje donde se promete tanto. Siento que soy parte de ese agnosticismo colectivo que se ha instalado en nuestras calles. Demasiado todo que no es todo a -70%. En el festival del mensaje del precio, a uno le falta encontrarse con algo original. Algo que realmente sea tan sencillo y directo que nos habite para siempre.